Cultura

Cadena de caza

por Alexander Camiglia

Mi escopeta Winchester es mi sacerdote; sin ella no podría “casar” seres vivos.

Acaricio el guardamanos y le pego un beso con hilo de saliva. Presiono la Winchester contra mi pecho, apoyo la espalda en la corteza de un pino y asomo la cabeza por la izquierda.

Una osa lanza chillidos mientras excava en la tierra con sus garras y su hocico en forma de pala.

— La cuga -pienso en voz alta enfocando la vista. Desactivo el seguro y pongo a mi presa en la mira.

Sos vos o yo. O aprieto el gatillo ahora y gano por fin, o vuelvo una vez más a la mugrienta cabaña con esa desquiciada.

Un estallido resuena en el bosque. Una ráfaga de aire y pedazos de corteza vuelan justo por encima de mi cabeza. Me refugio de nuevo contra el pino y aprieto la escopeta. Mi pecho late como la garganta de un sapo.

Los chillidos de la cuga se alejan, así que despego de mi escondite y corro tras ella.

Hace dos días que no duermo, no te me vas a escapar tan fácil, bichito.

Las hojas secas crujen bajo mis saltos. Cada vez me acerco más a la cuga, que huye a cuatro patas.

— ¡Es la última hembra, viejo! —exhala el guardabosque a mi espalda.

Entonces suena otro estallido, esta vez cuatro metros sobre mi cabeza. Unas ramas enredadas van a caerme encima. Pego un salto en diagonal, por reflejo.

Es casi una cadena amorosa: el guardabosque viene detrás de mí, pero yo le doy la espalda y señalo a la cuga. Echo un vistazo sobre mi hombro. El guardabosque ya no está; ahora es mi mujer quien me persigue a toda velocidad, empuñando arco y flecha rosados.

Bajo la vista a mi Winchester: también toma la forma de un arco y flecha rosados.

Y, ahora, la cuga corre a dos patas, comienza a estirarse. Le crece una cabellera castaña y piel fina y culo inflado como el de una colombiana.

De un tramo a otro vuelan frente a mis ojos flashes, entre los pinos, de una bizca persiguiendo a un musculoso, un gordito babeando tras una rubia, una pelirroja flechando a un pelirrojo…

Cada pecho flechado se relaja, la mirada se encoge, la presa halaga a su cazador centellando una sonrisa. Es como si viviéramos en el punto de, para evitar la extinción de nuestra especie, hacer la tan idolatrada guerra sólo para encontrar amor.

— ¡Por favor -grita mi mujer-, volvé conmigo a la cabaña, hacelo por tu familia, ya estás viejo para seguir cazando!

— ¡Jamás volvería con vos, vieja desquiciada! ¡La colombiana es mía!

Pero oigo un chapuzón que me para en seco. La silueta de la colombiana está sumergida en un lago azul que me detiene, dos metros delante de mí. Astuta, sí, pero atormentada por su cobardía.

— Soltá la Winchester -dice el guardabosque a mis espaldas-. Soltala o te vuelo la cabeza.

Entonces pienso que sólo si me muevo como una flecha, voy a poder enamorar a mi mujer para después poder cazar tranquilo.

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